Archivo | agosto 2018

Una historia que puede ser real

Sentada en la sala de espera del hospital, Ana se aferra a la medalla escapulario  de la Virgen de la Altagracia que lleva en sus manos. El cuerpo silente, no habla, aunque escucha el abrir y cerrar de puertas y conversaciones del personal, la mente absorta ha sido el refugio para sobrevivir la horrenda violación

Luisa, su madre, mira la hora en el reloj de la pared, pasan quince minutos a las nueve de la mañana. Ana sabe que ella está ahí, necesita que esté ahí, la siente a su lado. Cruzan miradas una que otra vez, no tienen que verse, la decisión está tomada y ella está en el lugar que tiene que estar para apoyarla y echar hacia delante. Su sueño de “hacerla”  profesional no se lo quitará el malvado de la banda de atracadores que penetró con odio machista a su hija.

Una noche en que salía de la universidad donde cursa estudios de contabilidad, Ana abordó un vehículo público. El “concho” mostraba de modo visible los permisos de ley, no era “pirata”. En su tercer año de estudios identificaba de manera automática estas señales antes de mandar a parar o montarse. Llevaba otras personas de pasajeras, solo faltaba ella para completar.

La enfermera se acerca, en voz baja y suave, le dice que el turno ha llegado. Los resultados de las pruebas médicas de días previos mostraron condiciones optimas. Tuvo sesión con la sicóloga, leyó folletos informativos del Ministerio de Salud Pública, tres días bastaron para reconfirmar la decisión. Prefirió a través de pastillas, una vez aplicadas, antes de las tres horas, ochocientos microgramos indicaron ser suficientes en la toalla sanitaria. Luisa permanecía a su lado en la pequeña habitación, solo salió un momento a comprar un café. Parada en la fila para pagar escuchó el intercambio de apoyo que se daban la madre y la tía de Raquel, una niña de once años violada por su padrastro.

A las cinco de la tarde estaban en casa. Antes de dejar el hospital, la médica que la atendió conversó en tono agradable, informándole de posibles síntomas, dando su número de teléfono en caso de cualquier inquietud o eventualidad no prevista.

Aunque también bebió en el hospital, el caldo de pollo hecho por Luisa le asentó bien, al igual que el jugo de remolacha con limón. Los dos días siguientes del fin de semana los pasó en descanso. La hemoglobina pulsaba a ritmo de deseo de vivir, de continuar el proceso judicial contra el violador, de terminar la carrera universitaria, de tener hijos/as cuando ella decidiera y con quién ella eligiera, entre otros temas, eran parte de sus conversaciones diarias con la virgen.

Años de lucha feminista antecedieron esas cálidas atenciones en un centro de salud pública. La solidaridad institucional y familiar recibida contribuyeron al proceso de recuperación de Ana. Reafirmó por siempre su decisión. El amor por la vida lo sentía en las ganas de justicia, en la fuerza para confrontar humillaciones y en la capacidad de potenciar activismo social.